El noroeste ibérico es país de tesoros escondidos, de oro secreto que ya desde antiguo asoma por las heridas que algunos abrieron a la tierra, unas veces a pico, otras con grandes obras de ingeniería. Y ya sea por el asombro que producen los parajes extraordinarios de médulas y canales que el romano dejó, o ya sea por la codicia y la fascinación que siempre causó el metal de los tesoros, fueron los habitantes de esas tierras especialmente hábiles en la creación y recreación de leyendas relacionadas con las riquezas escondidas en lo más profundo de la tierra. Ahí están los ubicuos moros, habitantes de simas y cuevas, que como los enanos de una Europa más boreal custodian caudales sin cuento.
De la relación entre las leyendas y la frágil huella de la historia no hay ninguna duda. Queda en muchas aldeas la memoria del libro de San Cipriano, el Ciprianillo famoso, que orientaba en la búsqueda de tesoros. Con sus páginas en una mano y el pico en la otra muchos se lanzaron por los pueblos a escarbar (a veces a descubrir y otras veces a destruir) antiguos yacimientos.
Pero si ahora vemos los lugares arqueológicos como espacios donde se alza la moderna racionalidad y el conocimiento científico de la historia, no dejan de quedar en ellos costuras abiertas por las que se cuelan la imaginación y la leyenda, que el pasado, sobre todo si es lejano, es a veces tan inalcanzable a nuestros ojos como un espejismo en el mar.
Y así no dejan de parecer los arqueólogos modernos buscadores de tesoros. El verano, que es tiempo de ellos, es especialmente pródigo en alumbrar sus descubrimientos. Allí las campañas de San Emiliano, en Babia, donde el grupo HISMECOM busca alumbrar en las trincheras los tiempos de la guerra. O las obras que indagan en la epidermis del castillo que se asoma al Esla en tierras de Coyanza. O, ya en la capital de la provincia, varias de las obras urbanas dejan a la luz los tesoros de la historia, que así surgen maravillas en la antigua Era del Moro, a veces también relacionadas con antiguas leyendas. Queda para el final uno de los más sugerentes hallazgos; el del ara votiva encontrada en las inmediaciones de la plaza de San Marcelo el año pasado. De las conclusiones de su estudio, recientemente publicadas, surgen nuevas historias sobre la organización de la ciudad. Como sus espacios extramuros dedicados al entrenamiento de los soldados, quizás en las inmediaciones de la avenida Ordoño II. O la historia de su oferente, un tal Gaius Aquilius Verus, el hombre maduro que una tarde cualquiera de finales del siglo II llegó a Legio, se reenganchó al ejército y sirvió en el campamento adiestrando a los soldados en el uso del gladio y el pilum, quizás hasta su muerte. Allí, junto al polvo y el sudor de la plaza de armas, dejó su ofrenda labrada en piedra para la eternidad, como el moro que dejó su tesoro escondido, para que un día, varios siglos después, apareciera brillando ante nuestros ojos.