A estas alturas del invierno, las tardes en Roma son todavía demasiado cortas y llevan consigo un deje de melancolía que ni sus animados restaurantes ni sus oleadas de ruidosos turistas son capaces de suavizar. La noche llega rápido para alguien como yo, que viene del otro lado del mar, mucho más lejos hacia el oeste, y que mantiene en su reloj el mismo horario que tienen los romanos.
Casi en penumbra transcurren buena parte de mis paseos. La luz cae moribunda sobre la ciudad. Cae sobre un niño que corre seguido de su madre entre las fuentes de la Piazza Navona. También lo hace sobre las piedras del Foro y del Coliseo. Y sobre las conversaciones que empiezan a chispear en las terrazas del Trastévere. Lo hace mientras las sombras que dan los pinos comienzan a desaparecer por todas partes. Desde el mirador de la Villa Borghese se ven figuras que transitan por la Piazza del Popolo, y se ve la Vía del Corso, y tantas calles y tantas cúpulas como alcanza a acotar el horizonte. El sol parece huir hacia aquel lugar de donde vengo.
Roma es el centro y el noroeste ibérico es la tumba incendiada de Osiris. En el Braccio Nuovo de los Museos Vaticanos se encuentra hoy el conocidísimo retrato de Augusto de Prima Porta. El emperador, cuya mirada de piedra se impone ahora en la capital del Lazio, un día llegó allí, al fin del mundo, para volver cargado del oro que apuntaló su imperio. La romanización fue tan rápida que es fácil imaginar los ojos maravillados de mercenarios cántabros y astures desfilando, como parte de las tropas auxiliares legionarias, por las vías que entraban en la ciudad eterna, pasando bajo arcos de triunfo, soñando en regresar a casa para contar a los suyos aquellas maravillas. Seguramente las mismas calles por las que algún día llegó Santo Toribio de Astorga desde Jerusalén, en el siglo V, apoyado en su báculo de peregrino, caminando entre monjes y carros de mercaderes, sacudiendo sus sandalias de barro ante las estancias papales para acercarse a León I, el Papa que, poniendo las manos sobre sus hombros, le encargó llegar al fin de la tierra para combatir a los primeros herejes de la Cristiandad, los seguidores de Prisciliano.Un viaje que repitieron tantos, como Lucas de Tuy, el canónigo de San Isidoro de León que besó en Roma las sandalias de Gregorio IX mientras le juraba luchar hasta su último aliento a la herejía albigense, una vez vuelto a su tierra.
Durante mucho tiempo, Roma fue el centro del Imperio, el centro de la Cristiandad. Sus embajadores recorrieron Europa moldeando la civilización occidental. Hoy, mientras recorro sus calles nocturnas, pienso en cuánto quedará de todo eso. Me cruzo con rostros de los lugares más alejados del mundo e imagino que para ellos esta ciudad tendrá significados muy diferentes a los míos. En este mundo cada vez más dividido, occidente es un sol que declina. La noche llega a Roma, las luces se prenden. El frío invernal se alegra con las conversaciones en las terrazas de las trattorias, chocan las copas. Y Roma no muere.
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José Luis
ET IN ARCADIA EGO