Siempre que llega el verano pienso que tendrían que cambiar el calendario. Con el verano cambia todo, las ciudades se aletargan como lagartos al mediodía y los rayos de sol se expanden en tardes interminables. Es como si alguien hubiera echado el cerrojo de ese calabozo oscuro que son las rutinas del resto del año. Con el verano termina realmente el ciclo anual y nos echamos en los brazos del recuento y el descanso, a la espera de que vuelva el nuevo año, allá por las doradas jornadas de septiembre.
No siempre fue así. Nuestro calendario actual todavía recoge un tiempo en el que todo era distinto. Ahí están las fiestas de Navidad, que nos recuerdan que hubo otra época donde el descanso era patrimonio del invierno y de las largas noches junto al fuego donde reparar almas y herramientas. Concluía un ciclo que paradójicamente era inverso al actual. El verano, entonces, era un tiempo en el que miles de personas se humillaban bajo el sol en largas y penosas jornadas, al ritmo de golpes de hoz y del chillido de los ejes de los carros, dulcificando aquellos sinsabores con las fiestas que salpicaban el almanaque.
Uno, que ya es suficientemente viejo como para que el verano le alcance a menudo por sorpresa, recuerda un tiempo en que esta estación brillaba con luz propia. Era algo más que una época de descanso, era una intersección entre dos mundos. En el verano se encontraban los que quedaron y los que acudieron en masa a la llamada de las ciudades, aquellos que regresaban entonces a sus casas abiertas a reecontrarse con aquello que, a pesar de un tiempo de cambios profundos, no habían dejado de ser. Se encontraban, en aquellos veranos, dos visiones del mundo y los pueblos se convertían en el escenario donde se fundían el trabajo y la dulce despreocupación de los veraneantes. Los trillos dando vueltas lentamente en las eras y los chapuzones en el río convivieron un tiempo, un tiempo donde las raíces todavía estaban prendidas en un mundo antiguo que mantenían a duras penas aquellos que se quedaron.
Hoy ya es difícil reconocer aquel mundo. Los últimos que lo vivieron, al borde del siglo de existencia, se extinguen lentamente, a menudo en los geriátricos de las grandes ciudades; el colmo de la desposesión. Muchos regresan, ellos mismos, a veranear a pueblos que les cuesta reconocer, pues incluso los que quedaron han abrazado aquellas formas de vida que trajeron los emigrantes. Son las últimas raíces. Quizás, cuando falten, se terminen de secar los tallos que mantienen abiertos los pueblos y estos terminen del todo de secarse. Quizás sea entonces el momento en que podamos cambiar sin cargo de conciencia el calendario y poner en septiembre la fiesta de Año Nuevo. Y podremos hacerlo porque entonces un mundo, un mundo muy antiguo, habrá muerto del todo y para siempre.