Vas por la calle y ves que ya vinieron noviembre y las calabazas. Ves en los escaparates las muecas naranjas junto a las bandejas de pasteles y los ositos de peluche. En las carteleras de los cines el terror a tantos euros el minuto. Ves que vuelve la muerte a noviembre entre anuncios incandescentes y luces de neón.
En la sociedad del hedonismo, donde evitar los pensamientos negativos y alejarse todo lo posible de la angustia son los pilares sobre los que asentar el goce pleno de la vida, la muerte se te aparece disipada entre los chocolates de las pastelerías y las ofertas comerciales. El preámbulo gozoso de las luces navideñas, una entrada entusiasta y colorida con la que consolar la monotonía y las rutinas del invierno.
Sin embargo, sabes que eso no fue siempre así. Tan solo con que te representes una geografía no tan lejana, aquella geografía de los silenciosos caminos de montaña al caer de las tinieblas de la noche, lo entenderás. Piensa en ese volver al pueblo desde el monte entre ecos inciertos, en ese crujir de una rama bajo el peso extraño de una bota. Piensa en aquellos que respiraron por fin al cerrar tras de sí las puertas de sus casas y encontraron a los suyos alrededor del abrazo cálido de un fuego. Piensa en sus historias. En los relatos de aparecidos y los responsos por los que acababan de morir, que no había entonces tantas razones que explicasen el último tránsito. Piénsalo y lo entenderás.
Es en esta geografía de los montes y las gentes que se amece en el noroeste donde hay una querencia larga por los muertos andando los caminos. Sabrás seguro de la santa compaña gallega, de la güestia asturiana y quizás alguna vez oyeras de la huéspeda de las tierras leonesas o de la estantigua castellana. Cuentan Rúa Aller y Rubio Gago en su obra La Piedra Celeste que esta es voz antigua y amenazante, del latín hostis o enemigo. Las huestes de la oscuridad haciendo suya la noche y advirtiendo a los vivos: ¡Andad de día/ que la noche es mía!
Conviene que no lo olvides. No olvides que en otro tiempo la conciencia de la finitud fue moneda de cambio corriente, que la mirada a los ojos de la muerte fue motivo de rebeldía contra las opresiones y miserias de la vida, acicate contra el dolor y las angustias. Es ahora en la sociedad del hedonismo donde eres capaz de creerte inmortal, capaz de soportar humillaciones para siempre. Esas humillaciones que ahora están escondidas en los escaparates, entre chocolates y pasteles, entre carteleras de cine y calles forradas de luces de neón. Un decorado destinado a hacerte olvidar que, en realidad, no vas estar aquí mucho tiempo y que no serás capaz de soportar lo que te echen.