Hace algo más de una semana, Carlos Taibo presentaba en León su obra Anarquistas de Ultramar. La sala de actos del Museo Sierra Pambley se quedó pequeña para escuchar a este profesor muy conocido por sus alegatos en contra del crecimiento desmedido e insostenible de las sociedades capitalistas en las que vivimos. Los oyentes, a través de su verbo metódico y docente, pudieron comprobar que el pensamiento de aquellos primeros anarquistas europeos no era algo tan radicalmente nuevo como cabría suponer. La colaboración, la democracia directa o el apoyo mutuo habían existido siempre en comunidades humanas de todo el mundo mientras estas estuvieron alejadas del avance del materialismo y egoísmo capitalistas. Taibo recordó a Reclus, Malatesta o el barbudo Kropotkin, ese geógrafo ruso que recorrió Siberia a uña de caballo comprobando que en confines alejados del mundo industrial existían otras realidades humanas de las que consideró que era preciso conocer sus valores. ¿Hasta qué punto otros de aquellos escritores decimonónicos europeos habían aprendido de las comunidades humanas alejadas de la carrera industrial de occidente?
Finalizada la presentación, en una conversación informal, reflexionábamos con Taibo sobre la soberbia, tan confiada en las ideas ilustradas, que campaba por la sociedad occidental de principios del s.XX. Si aquellos escritores, en muchos casos, no se fijaron en las realidades ultramarinas y periféricas, menos lo iban a hacer en otras que estaban justo a la puerta de casa. ¿Conocía el pensamiento político del momento a las sociedades campesinas que todavía entonces mantenían formas de vida alternativas dentro de la misma Europa?
Sobre esto, Taibo dijo saber poco. Habló, sí, de los campesinos andaluces. Según el autor, la privatización de los comunales del sur de España tras las desamortizaciones fue una de las principales causas para que aquellos protagonizaran movimientos políticos que hicieron recaer la atención de algunos autores. Sin embargo, lo que fue una sorpresa para él fue algo que a los leoneses nos resulta más familiar. Nuestras comunidades agrícolas tradicionales, basadas en valores cercanos a los de colaboración y democracia directa, pervivieron todavía más tiempo que las del sur. De forma silenciosa se resistieron, hasta el último momento, hasta su claudicación ya bien entrado el siglo XX. Fueron agonizando ante nuestros ojos con una atención muy escasa y, en ocasiones, arrinconadas en ese cajón tan genérico de “temas leoneses”. Pero, sin embargo, lo que pueden enseñarnos a todos sobre nuestras modernas sociedades materialistas e individualistas es, aún hoy, mucho más de lo que imaginanos.