Rusia cambia su estrategia porque su ejército parece estrellarse contra los muros de las ciudades ucranianas. Esas ciudades que se alzan como atalayas en medio del paisaje de la Gran Llanura Europea, ciudades como islas de hormigón flotando entre el cielo limpio y un infinito mar de trigo. El campo es el camino abierto hacia el horizonte y la ciudad, el muro.
La ciudad frente al campo. O la ciudad contra el campo.
Las primeras ciudades nacieron rodeadas de murallas. La inseguridad del monte y de la noche acechaban. Desde las almenas los ojos nunca se cerraban y los postigos estaban siempre alerta. Fuera estaba la incertidumbre y el aullido del lobo.
Claudio Sánchez Albornoz, en su Estampas de la vida en León durante el siglo X nos describe la ciudad más importante de la Hispania cristiana. Una ciudad pequeña que apenas sobrepasaba los muros del campamento romano que la alumbró. Nada que ver con aquellas urbes del sur y el levante, de tradición mediterránea. Nada que ver con aquellos espacios que se imponían al campo que las rodeaban. Allí, quien controlaba la ciudad, controlaba el campo. Aquí podemos imaginar la frustración del sureño Almanzor cuando, después de arrasar las pequeñas ciudades del norte y de que sus habitantes se esparcieran por los montes durante la noche, estas volvieran a alborecer a la mañana siguiente como si nada hubiera ocurrido.
Pero entonces llegaron días seguros. La ciudad rebasó las murallas y comenzó a esparcirse. Invadió el campo. Se convirtió en un espacio reconocible por sus funciones. Allí habitaba el funcionario y el zapatero, el artesano y el cambista de dedos ágiles y vista aguda. Fuera habitaba el campesino, un ser que en la imaginación de los otros comenzó a aparecer como torpe y despreciable. Y así la ciudad saltó del espacio y ocupó las mentes. Todos querían ser ciudadanos, la ciudad lo invadió todo.
Las ciudades de Ítalo Calvino eran invisibles porque la ciudad, a fuerza de estar en todas partes, se convierte en parte de nosotros mismos. No la vemos porque está en lo más hondo de nosotros. Y así el campo ha muerto para siempre.
Rusia cambia su estrategia porque ha tropezado con lo evidente. Hoy, cualquier ejército que avance tiene que hacerlo imponiéndose a las ciudades porque todo, hasta el habitante del lugar más recóndito de la estepa, forma parte de esa ciudad que invade hasta el último rincón del mundo, hasta el último rincón de nosotros mismos.