El otoño y la melancolía tienen una relación fuera de toda duda. Dejamos atrás la explosión juvenil del verano y nos embarcamos en un atardecer nostálgico que nos pone a las puertas del ocaso. Los días se acortan y nuestra mirada languidece al posarse sobre una luz y unas cosas que empiezan, otra vez, a ponerse mustias. Pero es este un pesar que encuentra, sin embargo, cierto solaz en algunas cosas (que la melancolía requiere cierto recreo en la tristeza) y el paisaje es sin duda una de ellas.
Algunos de los paisajes otoñales que mejor recuerdo, y que creo que comparto con muchos leoneses, son los que vi alguna vez desde la ventanilla del tren de la Feve. Regresábamos cansados de aquellas primeras excursiones por muchos pueblos de la montaña, con la mochila entre las rodillas y la cabeza apoyada en la ventanilla, contemplando la paleta de ocres y amarillos que iban desapareciendo al atardecer de valles y riberas. Solo nos sacaba de nuestro embelesamiento el pesado sonido de las puertas en las estaciones y el discurrir de los viajeros que recorrían el Torío camino de la capital.
Si el tren es un motivo literario, el Tren de Matallana tiene un apartado especial en la educación sentimental de muchos leoneses. El Transcantábrico, en palabras de Juan Pedro Aparicio, las líneas que le dedicara Julio Llamazares en Luna de Lobos o la memorable Cuatreros de ganado que cantaban los Deicidas allá por los años ochenta me vienen ahora al recuerdo como algunos de esos pasajes imprescindibles.
Pero no solo eso. El Hullero es testimonio de que el paisaje, también nuestro paisaje, es fruto del ser humano. Su trazado parte el país de la Lucha Leonesa entre Montaña y Ribera, sobrevuela ríos por puentes de piedra, horada las montañas y nos deja a su paso estaciones y construcciones que nos recuerdan que no hace tanto León tuvo un pasado que miró a la industria. La miró de lejos, eso sí, porque nuestro tren fue protagonista desde su fundación en 1894 de ese viaje de personas y materias primas hacia la, esta sí verdadera y no solo extractiva, industria bilbaína que los fagocitó durante décadas.
Hoy ya no quedan carbones ni personas. El Ferrocarril de la Robla cumplió su misión en el expolio y ya no pinta nada aquí, ni siquiera la de acompañarnos en nuestras nostálgicas excursiones domingueras. Y aunque hoy está sentenciado a muerte, lo perdonamos porque sabemos que no se va por propia voluntad sino que lo llevan traqueteando lentamente hacia el túnel del olvido. Porque el Hullero se apaga, o lo apagan, como tantos y tantos atardeceres, en este otoño leonés que nunca cesa.