Un bullicio que llena las calles. La multitud que se mueve lenta, que se agolpa al ritmo de la rueda de un carro. Un dedo que se alza y apunta, y allí viene un pendón, allí un buey, allí el tamboritero que marca la cadencia de la marcha. La gente entonces se aparta y el buey ve abrirse ante sí un pasillo de asfalto, y oye los gritos, y apenas se orienta con la hijada que marca al tiento. Es la fiesta el espacio de las mujeres y los hombres y el animal extraña. Baja la cerviz y empuja. Escucha más adelante, en la distancia, cómo resuenan aún los mazazos del tambor de las doncellas. Esas doncellas por las que ese buey está hoy ahí, y el pendón y el tamboritero. Esas doncellas de las que cuenta la leyenda que fueron regalo, tributo, impuesto, moneda de cambio para el moro infiel y que en este día celebran el final del abuso después de la victoria cristiana en la Batalla de Clavijo. Pero esta celebración es leyenda. Nada más que leyenda. Como leyenda es la aparición en esa misma batalla del apóstol Santiago sobre un caballo blanco. Como leyenda es la batalla misma. Una leyenda que atrae y agolpa a la multitud por las calles del León más viejo este domingo.
Me cuenta el amigo Nicolás Bartolomé que esta fiesta es de origen antiguo, sí, pero de andar incierto y vacilante. Si echamos la vista atrás, allá a comienzos del siglo XIX, todavía la encontramos celebrándose bajo el sol brillante de agosto, el día de la Asunción. Y así tenemos el testimonio de un leonés de entonces, el sabio Patricio de Azcárate, que describe ese desfile de niñas doncellas hacia la catedral. Que describe también a la sotadera, aquella mora tutora que las acompañaba, y describe su peculiar vestido. Que describe también “un carro de fruta, el ayuntamiento acompañante, los gigantones y las aleluyas que se arrojaban al pueblo en el exterior del templo”.
Pero pasó la francesada y pasó la fiesta. Y en el siglo XIX apenas quedó la ceremonia del foro y oferta en el claustro catedralicio. Allí las autoridades civiles contra las religiosas, allí los del ayuntamiento contra los del cabildo continuaron esa parte de la celebración de andar a la greña por la voluntariedad de las ofrendas. Y así, con el paso de los años, la fiesta fue cayendo hasta morir en tiempos de la segunda República. Y el fallecimiento trajo la alarma. Y entonces casi fue enterrada y poco después resucitada, alentada, buscando el acomodo primero en las fiestas de San Juan y en las de San Froilán luego. Fue hecha acompañar entonces de carros y pendones, y también de tamboriteros, y de ese buey que ahora se asusta, que empuja lentamente su ofrenda por las calles más viejas de un León que sigue celebrando esa leyenda hoy más fuerte que nunca.