El Fuero de León, que este año cumple mil años, representa no sólo un avance extraordinario para la historia del derecho. Su aparición también nos cuenta la voluntad y la capacidad de un pequeño reino del norte para resistir a pesar de todo
Por las pocas celebraciones con las que se está honrando a la efeméride, es posible que usted aún no se haya dado cuenta de que este año celebramos el milenario del Fuero de León. Sin embargo, su proclamación representa un hecho de singular importancia comparable —si acaso esta importancia no es mayor— a la de las Cortes de Alfonso IX celebradas siglo y medio después en el claustro de la basílica de San Isidoro.
El acontecimiento se produjo en tiempos de otro Alfonso, el quinto, cuando este convocó a los principales nobles y eclesiásticos del reino en una curia plena para promulgar los que en origen se conocían como los Decreta Adefonsi regis et Geloire regine. Eran veinte preceptos que regulaban desde la organización de concejos y juicios a cuestiones militares entre otras cosas, pero cuya novedad trascendental radicó en que por primera vez en la península ibérica estos decretos nacían con la voluntad de ser aplicados a toda la extensión de un reino medieval. Ya solo esta circunstancia hace particularmente interesante al Fuero para la historia del derecho. Pero además el documento y las vicisitudes históricas en que nació nos sugieren aspectos de singular interés para la historia del Reino de León. Quizás de estos aspectos uno de los más interesantes sea el que nos habla de una sugerente historia de supervivencia.
Situémonos mil años atrás. Apenas quince años antes de la proclamación del Fuero, en 1002, moría el que había sido el azote de los reinos cristianos peninsulares, Almanzor. Mortuus est Almanzor et sepultus est in inferno sentenciaba un cronicón cristiano al final de sus cincuenta y seis campañas contra los reinos norteños. Algunas de ellas habían sido especialmente terribles para el reino de León: Almanzor destrozó las murallas de la capital en varias ocasiones y también saqueó algunas de sus principales ciudades como Astorga o Santiago de Compostela. Después de su muerte, los cristianos siguieron recibiendo el saqueo y la destrucción por manos de sus hijos seis años más. Para cualquier observador no deja de resultar sorprendente que después de haber resistido los envites de la tremenda maquinaria bélica del Califato de Córdoba hasta apenas una década antes, el todavía débil Reino de León estuviera en disposición de afianzarse como una entidad política capaz de dotarse de una legislación de estas características en tan poco tiempo. Al fin y al cabo la desigualdad de las fuerzas era enorme y la voluntad del caudillo musulmán era no dejar rastro de los reinos cristianos. ¿Cómo había aguantado durante tantos años un pequeño reino rural del norte a las acometidas de una de las principales entidades políticas del Mediterráneo para resurgir ahora con tanta fuerza?
Comunidades de aldea
La respuesta es compleja. Pero podemos encontrar alguna respuesta en la diferente articulación de ambos territorios contendientes. Al-Ándalus respondía a los parámetros de las culturas urbanas mediterráneas. Su territorio se organizaba en torno a ciudades que ejercían como centros políticos, administrativos, económicos y culturales. Cuando una de aquellas cabezas caía, el resto del cuerpo iba detrás. Sin embargo, los territorios norteños, aquellos de la antigua provincia romana de la Gallaecia sobre la que trataba de asentarse el reino leonés, se organizaban a través de un modelo de comunidades de aldea. Las ciudades apenas pasaban por ser centros administrativos en medio de pequeños pueblos que, en lo cotidiano, se administraban de forma autosuficiente. Por esa razón, los ataques recibidos en las ciudades apenas afectaban al conjunto. El pequeño reino caía y se levantaba. Cuando apenas naufraga el califato cordobés después de la muerte del último hijo de Almanzor, Alfonso V ya estaba en disposición de dotar a ese espacio de una normativa que lo articulase como una unidad política capaz de hacer frente y contraatacar a los restos de aquel califato.
Es por eso que, a pesar de que aquellos veinte decretos del Fuero de León no debieron ir más allá del siglo XI, estos representan la eclosión de una historia anterior del Reino de León basada en una enorme voluntad de permanencia, una voluntad de aguantar, de reorganizar y de resistir por parte de un territorio que, a partir de ese momento, veía levantarse a su alrededor las últimas nubes de una terrible tormenta.
Publicado originalmente en el Diario de León