Hay pocas cosas que tengan la endeblez y, a la vez, la solidez de la memoria. Me pide mi primo Miguel que hable aquí de la trilla. Me lo dice mientras hace un retrato de aquellos años de nuestra primera infancia en el que todo el pueblo hacía la vida en la era, girando sin parar sobre los trillos y escapando del polvo y del sol, como si fuera un tiempo distinto, ajeno al mundo de las cosechadoras y empacadoras que navegan los campos que nos rodean y que, con cambios técnicos, siguen haciendo la misma labor. Lo narra de tal forma que pienso que la memoria tiene la facultad de moldearse para hacer del pasado un territorio mítico, un espacio en el que cobijarnos, que está fuera del tiempo humano y que es un patrimonio realmente nuestro, algo con lo que nunca podrán competir los libros de historia.
Yo no creo que llegáramos a los seis o siete años cuando todo aquello de la trilla terminó. Apenas guardo en mi memoria, con el color mortecino de las fotografías viejas, algunas escenas nuestras en bañador y con sandalias de goma, subidos en aquel carrusel de otros tiempos. Éramos tan pequeños que no podíamos imaginar entonces que era aquel el capítulo final del libro de una vida muy antigua, aunque todo a nuestro alrededor estuviese cambiando como una casa que ardía de la noche a la mañana. Sin embargo, aquellos recuerdos se agarran a nosotros de tal forma que parecen ordenar en cierta forma los hechos de nuestra existencia.
En una entrevista que le hicieron en una ocasión a Álvaro Cunqueiro, en aquella televisión en blanco y negro, decía el de Mondoñedo que los gallegos no tenían historia. Las murallas de Lugo, la Torre de Hércules o tantos lugares arqueológicos como hay por Galicia, no habían sido construidos por personas de carne y hueso, habitantes de otros tiempos perfectamente constatables por la Historia, sino que habían sido hechos por los mouros. En cierta forma, los leoneses, que a menudo comparten en muchas cosas ese espacio mágico del noroeste con sus vecinos occidentales, han hecho tradicionalmente lo mismo. En ocasiones los mouros, u hoy en día los míticos días de un Reino de León de una nebulosa edad de oro, ordenan muchas veces el tiempo más que la historia misma.
Y es que los recuerdos, la memoria y la historia son partes inseparables de nosotros mismos. Habitan en nuestro interior formando parte de nuestro pasado individual y colectivo en un juego infinito, de avances y retrocesos, que proyectan imágenes sobre lo que fuimos y lo que queremos ser. Un juego que es tan selectivo como tenaz y que, al contrario que la Historia con mayúsculas, no se proyecta en una línea recta hacia un horizonte inalcanzable, sino que gira y gira como aquellos trillos que no frenan nunca en el lugar recóndito de nuestra memoria.