Del carlismo se ha hablado mucho y se ha investigado poco. Quizás sea por esa querencia áurica que tiene a los tronos nuestra historia que, a lo más a lo más, apenas nos han quedado a todos en la retina más que unas imágenes de boinas rojas bajo palio o el retrato del infausto Fernando VII apegado a su nariz y al absolutismo, querencia esta última de la que no le costó despegarse cuando se echó en brazos de la que poco antes era hidra liberal para apuntalar el trono bajo las posaderas de su recién nacida hija Isabel, dejando de paso a su hermano Don Carlos, que esperaba la corona en virtud de la conocida Ley Sálica, con un palmo de narices, atributo del que este, por inercia genética, tampoco es que anduviera escaso.
Y si poco se sabe sobre el carlismo más allá de sus clásicos feudos en las tierras vascas y catalanas, no digamos en León. Quedémonos en tiempos de la querella dinástica entre los mencionados Carlos y Fernando y asomará por ahí un cabildo de la Sede leonesa especialmente combativo en defensa «del Altar y el Trono», a cuyo frente el conocido obispo aragonés Joaquín Abarca no dudó, recién estrenado el año 1833, en pasar revista, desde la ventana de su despacho, a los amotinados voluntarios realistas que desfilaban poco después de sublevarse en defensa de Don Carlos. Poco duró la algarada y, fracasada la rebelión, el prelado escapaba, quién sabe si a lomos de alguna acémila, en compañía del batallón de voluntarios y algunos clérigos, cruzando los viejos Montes de León camino de Portugal, para formar parte muy destacada del séquito carlista en el exilio.
Este peregrinar de desterrados fue precedente de lo que habría de ser el siglo XIX en gran parte de España: un deambular de partidas carlistas perseguidas por el ejército liberal, entre montes y montañas, a la espera de una ocasión propicia en la que caer sobre la corte. De los apoyos a este movimiento conocemos lo justo. No vamos a dudar del pavor que producía a los sectores privilegiados de la nobleza y de la Iglesia la amenaza de los gobiernos liberales, pero el sostén en el campo tampoco fue escaso, y allí andaban en la tropa carlista un sinnúmero de campesinos de los que poco sabemos de sus motivaciones. Creamos con el maestro Fontana de que no faltaban aquellos que veían peligrar costumbres y solidaridades, que la pobreza asolaba el campo y los comunales eran fuente de supervivencia, y que las desamortizaciones de los liberales planeaban sobre ellos como ávidos halcones.
Hace unos días el presidente de la Diputación leonesa afirmaba que en Madrid sonaba muy raro eso de que por estas tierras existan lo que ahora llamamos juntas vecinales. Poco ha de extrañarnos, si es que, como parece, ya les quedaban lejos lo que entonces eran comunales a los liberales de hace dos siglos cuando obraron su despojo. Conocer en detalle ese período de nuestra historia nos podría alumbrar una distancia entre dos mundos por la que entonces pudieron desfilar tropas de liberales y carlistas y que hoy, mucho más cerca, sigue siendo buena parte de la brecha del desafecto por la que marchan, a ritmo triunfal, la despoblación del campo y el olvido de ausentes instituciones.