Pocos motivos son tan legendarios en León como la desaparición de un pueblo. En su Leyendas de Tradición oral en la provincia de León, el etnógrafo José Luis Puerto hace una extensísima relación de esas historias con las que nuestras gentes se explicaron a sí mismas el final de tantas y tantas poblaciones como han desaparecido a lo largo de nuestra historia. El motivo siempre es el mismo: un hecho fatalmente desgraciado e irremediable termina con los habitantes del lugar.
Así por ejemplo, los vecinos de Andiñuela, en la comarca de Maragatos, achacaban la desaparación de uno de sus barrios a una epidemia de cólera. El final del pueblo de Barreales, entre Quintana el Monte y Villamartín de Don Sancho, en la terrosa comarca del Cea, lo hacía por una invasión de hormigas dejando como único testigo la torre solitaria que hoy puede verse a las orillas de Sahelices del Río. Los incendios y las inundaciones son otros de los motivos de la desaparición de muchos pueblos leoneses. También las guerras e invasiones de moros y franceses. Y uno de los más curiosos y repetitivos; el del envenenamiento colectivo en un banquete a causa de la caída accidental en la comida de una vacaloria o sacabera, nombres en leonés para la salamandra, o de cualquier otro animal venenoso.
Hechos fatalmente desgraciados, un fatum irreversible que se acepta con la resignación del que se enfrenta a la imparable rueda del destino. De esa forma se ha asumido tradicionalmente la despoblación de nuestros pueblos. Y ahora nada parece cambiar: los alarmantes datos sobre la despoblación que predice el INE para esta tierra (tremendos respecto a los ya negativos proyectados para todo el interior de España) se aceptan como irremediables, como parte de un relato de progreso que ya se ha impuesto como incuestionable. Un relato que tiene su origen en las desamortizaciones liberales del siglo XIX, con el desmantelamiento del tejido rural a favor de las ciudades. Pero que además se agudiza desde los años sesenta con la emigración masiva a otros lugares del Estado dentro de la desequilibrada política del Desarrollismo franquista. Es a partir de esos años cuando el descenso de población leonesa se hace evidente. Y desde entonces el marco autonómico no ha hecho más que apuntalar esa situación. León, asentado firmemente en un recodo apartado de los subpoderes territoriales que rigen esta comunidad, se ve condenado no solo a aceptar su sangría y su martirio, sino también a aceptar como propio el relato que le crean: un destino fatal contra el que nada se puede hacer, la mala suerte por la que un día una vacaloria cayó en el ya menguado plato de sus desdichas.