Contraportada,  Diario de León,  El Retrovisor

Montañas

León vive de espalda a sus montañas. Ha llegado Pablo ayer y ya está saltando de peña en peña. Nos muestra un valle, un puerto, un reguero que baja brincando entre las rocas. Parece un fauno solar que nos observa carcajeándose desde lo alto. Y nosotros le miramos espantados; tiene la fuerza atronadora de los personajes de sus novelas eléctricas.

—Ahí, al otro lado, está Asturias. ¿Veis apoyados sobre las peñas los dedos peludos de un dios atlántico?

—Llevamos mucho tiempo aquí y ese dios para nosotros está muerto. Tú, sin embargo, traes los ojos luminosos del sur, la lengua vibrante de los cuentacuentos del zoco, la perspectiva fogosa y sagaz del ave del paraíso.

Nadie parece escuchar nuestra oración por estos caminos solitarios. Quizás, al otro lado, la invocación triunfase como triunfa la hoja y el agua. Los asturianos treparon siempre a los riscos con una alegría desmesurada y posaron sus vasos llenos en escalones que llevan a pajares desbordantes. Sin embargo, a este lado, los leoneses hicieron del monte un infierno y prefirieron desde siempre refugiarse en un fuego más doméstico y cercano, el que arde en el fondo del valle. Para ellos, allí arriba solo existe el criminal y la alimaña. Hoy los hijos de sus hijos observan las crestas del monte dos días al año, acariciando botellines de cerveza desde lo más profundo de la plaza del pueblo. Y algunos, los más valientes, incluso llegan a hacer incursiones a lo alto los fines de semana, vistiendo ropas de colores, con los ojos cerrados, compartiéndolo todo con resignada algarabía en las redes sociales.

Pero Pablo, además de escritor, es un corzo que busca la luz. 

 —Cuando vuelva a Sevilla escribiré una novela polifónica sobre este paisaje. 

 —¿Estás teniendo una epifanía?

 —Para nada, solo quiero dejar por escrito lo que cada uno de estos montes me contó de niño. Contar y cantar. La montaña y el coro. Creo que ni siquiera la firmaría como Pablo Gonz, la firmaría como Pablo Corremontes. Sería una novela pindia, una novela cuyo final nos mirase a todos como el filo del Susarón, con los ojos tristes de una vaca infinita.

 —Sería una novela cosmogónica y panteónica.

 —Tampoco te pases; aquí no hay dioses tan gordos…

Se hace tarde y bajamos de la montaña al anochecer, como se baja casi siempre de las montañas, con el principio del brillo de las farolas del pueblo allá en el fondo. Dejamos atrás esos montes de Pablo; sordos, ausentes y, paradójicamente, veraniegos.

Porque en invierno todavía es peor.

Publicado originalmente en el Diario de León