Un giro más da la rueda del año. Sucesión de estaciones. La luna y el sol. Bailan los astros por el cielo en elipses que encajan por sus vórtices haciéndonos creer la ilusión de un orden posible para los torbellinos del tiempo y de la historia. Aquí acaba un ciclo y empieza otro. Allí mira Jano, el dios de dos caras, con una mirada hacia el pasado y otra hacia el futuro. Giran los goznes de una puerta que se abre y de una que se cierra. Entran unos y salen otros. Y así, con esos cuentos, sigue cayendo el tiempo, en avalancha, rodando por los peldaños de una escalera que celebramos para olvidar que el ritmo es frenético e incuestionable.
Es convención esta fecha. Y si nosotros la celebramos el uno de enero, es en primavera cuando la festejan los vietnamitas en su fiesta del Têt, y los indígenas mexicanos, y así lo hacían en tiempos de la República romana. Los bizantinos esperaban al uno de septiembre y, antes de que el papa Gregorio XIII estableciese nuestro uno de enero en 1582, era el veinticinco de marzo la fecha que seguía gran parte de la Europa occidental.
Sabido es que estas fiestas coinciden con las romanas saturnales y con las calendas dedicadas al mencionado Jano, a quien se sacrificaba un carnero para que la agricultura del tiempo que estaba por venir fuese propicia. Fiestas que entonces ya eran de regalos y de máscaras, herederas de las que en Grecia se dedicaban a Dionisio, dios de la fertilidad, la locura y el éxtasis. Mascaradas que ya reprobaban entonces los primeros escritores cristianos, y así lo siguieron haciendo durante los siglos de la Edad Media, tratando de hacer frente a unas fiestas donde hombres y mujeres se disfrazaban de animales, mutaban su sexo y hacían algarabía y burla de las sanas costumbres.
Y desde entonces aquellas comparsas de enmascarados resistieron a la denostación y a la tacha. Ahí quedaron, hasta hace bien poco, en celebraciones que se hacían tal día como hoy en las fiestas de pastores, como las de la tierra de los maragatos, con pastores atados de zamarros y cencerros, con el arado que araba la nieve buscando preñar el útero muerto de la tierra, con las relaciones en verso que repasaban el tránsito del año que se iba, burla y chanza, sorteos de mozos y mozas al azar de la suerte y la fertilidad que se esconde en un tiempo de frío y muerte. O como los campanones de Cabrera, con sus máscaras y sus campanas, y sus carreras, y sus chispas bajo las pisadas duras sobre la piedra y la pizarra.
Hoy queda algo de todo eso en las celebraciones de Nochevieja. Disfraz y torbellino, fiesta urbana. De lo otro, con los que se marcharon se fueron tradiciones antiguas. Un recuerdo que hoy queda aquí, en esta mirada fugaz hacia el pasado.