Eso de la despoblación, o lo que ahora llaman la España vaciada, es una enredadera que crece y amenaza, con el descontrol de sus ramas, a la casa entera.
Me cuenta una amiga que esta semana se celebró un curso sobre patrimonio y despoblación en el Maestrazgo, ese lugar que como el nuestro gravita sin remedio frente al olvido.
Mi amiga, que fue restauradora antes que profesora de historia, sabe bien de esa relación que hay entre el patrimonio y el vacío. Conoció el frío y la humedad de las iglesias abandonadas, y todavía no hace mucho que la recuerdo trazando cientos de curvas de carreteras comarcales para devolver a la vida algún retablo, alguna pieza que se escondía en pueblos casi olvidados. Entonces supe por ella de la soledad del trabajo en aquellos templos. Me contaba que era un trabajo solo interrumpido por el eco de la voz de los últimos ancianos que quedaban en esos lugares. Porque a menudo eran ellos los únicos que, cumpliendo con el precepto de visitar a los enfermos, se acercaban al andamio a preguntar por el estado del santo que, con los cuidados, iba restituyendo la salud.
Ahora que los pueblos quedan vacíos uno se pregunta por el destino de ese patrimonio. Me dice mi amiga que en el curso del Maestrazgo se planteó poner alarmas en las iglesias para protegerlo. «¿Alarmas?» debió responder alguno, «¿alarmas cuando ya no queda nadie para escucharlas? ¿Alarmas cuando ni siquiera quedan fuerzas de seguridad en el entorno que respondan a su llamada?».
Bien pensado, mucho de ese patrimonio no tiene más valor que el que le han dado durante siglos los vecinos. Ha sido parte de su historia, de sus fiestas, símbolo sentimental de una comunidad que ahora agoniza. Sin los vecinos, sin el pueblo, se pierde el valor del patrimonio, de una obra que ahora pende entre la depredación y el abandono. Un patrimonio para el que no queda sitio ni en el olvido de las frías catacumbas de los museos.
Justo pienso en todo esto mientras leo a Gabriel Aresti, que en 1963 dejó labrados en piedra algunos de los versos más memorables en lengua vasca. Me dejarán/ sin brazos,/ sin hombros/ y sin pechos,/ y con el alma defenderé/ la casa de mi padre. Y pienso que ya no nos quedan brazos, ni hombros, ni siquiera nos queda el pecho con el que poner en pie tanta cultura. Y que ya casi ni tan siquiera nos queda el alma para defender esa casa nuestra sobre la que se cierne una poderosa y oscura enredadera que amenaza con hacerla caer de una vez y para siempre. Una enredadera en forma de despoblación y de abandono.