La duda la planteó un amigo que estaba traduciendo al asturleonés algunos cuentos de los hermanos Grimm. ¿Cómo expresar de una forma autóctona la palabra bosque? Claro que hay palabras de sobra por aquí para hablar de árboles, matas, matos o viescas. Incluso encontramos en la toponimia, en la comarca de la Cepeda y descolgándose hacia la cuenca del Sil, una latina silva silvae; La Silva, un pequeño pueblo de techos de pizarra y rodeado de árboles cuyo nombre hoy nos evoca más un paisaje tropical poblado de monos y lianas que el feraz carbayal que lo rodea.
Sin embargo, el bosque de los cuentos infantiles de mi amigo es otra cosa. Y sino pensemos en Caperucita o en Hansel y Gretel. O en el asustado Pulgarcito perdido en la cara oscura del mundo, deambulando ansioso por las bambalinas apartadas de la seguridad luminosa del ámbito paterno y caluroso del hogar.
Aquí, desde luego, no tenemos esas grandes extensiones de bosques que abundan en Turingia o el Palatinado, pero tenemos el miedo y la sombra que acechó siempre desde el monte. Porque con ese nombre, el monte, se ha representado más que la simple elevación terrenal de la llanura, más que la mancha de sardones donde se ocultan el lobo y la raposa. El monte ha sido siempre, en nuestra cultura, la cara B del orden y la civilización. Allí se perdieron los niños, se ocultaron aquellos que escapaban del azar contingente de la justicia, desde allí llegó el acecho al sueño tranquilo que se refugiaba en la seguridad de las casas del pueblo.
Ya nos lo cuenta, en las bóvedas del Panteón Real de San Isidoro, el anónimo autor que pintó la anunciación a los pastores. En una rara escena de paisaje para los tiempos del románico, un ángel anuncia la llegada de la Luz del Mundo a los pastores que se esconden entre las cabras y los robles. Un escenario que seguro el artista contemplaba al bajar del andamio cada día un poco más allá del Bernesga y el Torío.
A finales del siglo XIX, el médico y político de la Restauración Luis Rodríguez Seoane escribía, en el prólogo al libro “Galicia, León y Asturias”, obra de su amigo Ramón Álvarez de la Braña, sobre el sfumatto que se produce en el paisaje del Noroeste al transitar por León desde Castilla hacia Galicia y Asturias. “¿Qué extraño es, pues, que la similitud de estas gradaciones y matices influya en las producciones del terreno, y reflejándose en el tiempo y el carácter y modo de ser de los pobladores, haya impreso cierto sello común a la interesante región del Noroeste de España?”
Sí, quizás haya que dar la razón a Rodríguez Seone. Si algo une al Noroeste, esto puede ser la presencia de un monte que va más allá del paisaje. Un monte que es el espacio periférico, el mundo a la sombra de la luz que se proyecta desde el centro. Un mundo que hoy es de despoblación y siempre lo fue de olvido. Al igual que en los cuentos de Grimm, es ese espacio oculto y olvidado que se esconde a los ojos del orden general del mundo. Un orden que, allá lejos, desborda con su ruido.