Así es el verano. Vibra el calor como el metal de una campana que todo lo cubre y se lanza el que puede en busca de un recodo junto al río, una sombra, el alivio del refresco y de la brisa. Pasó el tiempo del estío como la época del trabajo y la cosecha, y hoy el calendario es el de la escuela y la oficina. Y así esparcen la holganza muchos veraneantes a la sombra de los chopos. Así se echan los peregrinos a la madrugada, escapando del sol, buscando el fin de la tierra. Así los viajeros posan frente a catedrales y castillos, hacen sonar vasos y cubiertos en comidas interminables y dejan sus cuerpos teñirse al que en otros tiempos fuera el castigo del sol.
Pero este lujo reciente fue en otras épocas patrimonio de unos pocos. Y si no piense el lector en un tiempo no tan lejano, en el que el calendario del trabajo en el campo era ley y el verano era la patria de la espalda humillada frente al focín y la espiga. Y también de las jornadas interminables, tanto como el viaje del sol. Un tiempo en que el automóvil era espectáculo de caminos entre sembrados, y disculpa para estirarse de la siega para contemplar el paso de aquella esporádica nube de polvo. Tiempo en que el viaje y el ocio eran el lujo del señorito, una nueva forma de enfrentar el discurrir del calendario, una forma que a trompicones llegaba por aquellos lentos caminos desde las apartadas ciudades.
Tengo sombre mi mesa algunas de las primeras guías para viajeros por León. A finales del siglo XIX, el turismo comenzaba a aparecer como una oportunidad de desarrollo, e instituciones como la Sociedad Económica de Amigos del País las promocionaban. Por dejar referencia de algunas, ahí está la Guía del viajero en León y su provincia, de 1879, o Una visita a León, impresiones de un viajero, de 1916. O aquella otra que escribiera Berrueta en 1955 para la colección Guías Artísticas de España. Todas ellas centradas en los grandes blasones y monumentos, las del recorrido en piedra y adoquín, las del espacio corto y contundente de las urbes.
Sin embargo, lejos de ediciones tan adustas, las hay más emocionantes y cercanas. Aquí tengo entre mis manos Un rincón de la montaña, la obra que Clemente Bravo Guarida dejara a la imprenta en 1898. El periodista y escritor pertenecía a una todavía escasa burguesía que se permitía alejarse de la capital para acudir a uno de los balnearios que salpicaban la provincia, el de Morgovejo, allá donde el Cea hace límite leonés. El de Cuadros nos describe un verano ocioso en el campo, un verano que le permitió tomar la distancia necesaria para recrear románticamente el paisaje de la naturaleza y de la gente, contar vida y costumbres, narrar sus leyendas y dejarnos para siempre su experiencia, a la sombra de los chopos junto al Cea, como uno de los veraneantes más pioneros que anduvieron esta tierra leonesa. Esos que, algo más de un siglo después, son una legión que esparce su descanso por nuestros pueblos y ciudades.