Ahora que vuelven las elecciones me ha venido a la mente una historia que lleva circulando una temporada por las redes. Es la historia de María, la paisanina de Foncebadón que el día que fueron a llevarse las campanas de su pueblo se subió al tejado de la iglesia para impedirlo.
Aquello fue en 1993 y entonces tuvo bastante eco. Ocupó páginas en los periódicos y hasta Julio Llamazares escribió un artículo en un diario de tirada nacional para contarlo. El caso fue que habían aparecido por Foncebadón un par de curas de Astorga, acompañados de cuatro guardias y seis obreros, para llevarse las campanas al museo diocesano. Eran los tiempos en los que el Pelegrín empezaba a aparecer hasta en la sopa y cada Año Jacobeo era una explosión de peregrinos a Santiago culebreando por sendas y veredas. Caminos muchas veces olvidados, como esos que cruzan a través de los duros montes que hay entre Maragatería y el Bierzo. Por eso, el campanario casi en ruinas de una aldea despoblada como Foncebadón, en medio de esos montes, aparecía ahora como una nueva amenaza de accidentes. ¿He dicho despoblado? Bueno, no del todo. Dos resistentes quedaban en el pueblo: María y su hijo, un ganadero que, como su madre, había forjado un carácter muy parecido a las ásperas condiciones de vida de ese lugar deshabitado en la montaña.
Fue María la primera en reaccionar a lo que entendió como un expolio. La comitiva que venía a por las campanas se encontró con que, desde el tejado de la iglesia, una anciana les cerraba el paso armada con piedras y un palo. De nada sirvieron las exhortaciones. Ni la advertencia de uno de los curas de que aquellas campanas ni siquiera tenían badajo. ¡Las tocaremos con el tuyo! les gritó la anciana. Mientras tanto, unos metros más allá, a la salida de un callejón, su hijo apoyaba los argumentos de su madre amenazando con pegar un tiro al primero que se atreviera a contradecirla.
No sé cuántas veces dejaría caer María su voto en una urna. Lo que está claro es que aquella dura mujer de Foncebadón hizo suyo un sentimiento que ha marcado tradicionalmente a la sociedad rural leonesa. Las campanas y el pendón del pueblo son, dice el dicho. Pero no solo. También los terrenos comunales, la aportación a las facenderas, la conciencia del bien común y la responsabilidad en mantenerlo. La identidad con lo nuestro y la necesidad de luchar por conservarlo. María fue una de las últimas de una estirpe que entendió que la democracia era eso. Cuando llegó el Estado y comenzó a hacerse cargo de todo, en forma de diputaciones, de municipios o de comunidades autónomas, la desposesión caló hasta los huesos. Y con ella el desarraigo. María, cuando vio que le quitaban algo suyo, votó. Era un voto de los de antes, un voto muy diferente a este que hoy estamos haciendo nosotros.