Bogotá es la ciudad más populosa de Colombia, y con sus más de nueve millones de habitantes la sexta más habitada de Latinoamérica. Además, si nos empeñamos en las clasificaciones, es muy probable que esta urbe gigantesca encabece el ranking de las ciudades que más han crecido durante las últimas décadas en toda la región.
Lo compruebo mientras paseo por uno de sus barrios más pintorescos, el de la Candelaria, donde visito el Museo de Bogotá. Este es un museo que la ciudad de los atascos y los grandes barrios populares se dedica a sí misma. Y lo hace paradójicamente entre los blancos muros de una tranquila casa colonial, recién restaurada, en la que los visitantes se sumergen en los detalles de la historia bogotana mientras pasean por las galerías y las estancias que rodean su patio interior. Un lugar que ciertamente resulta familiar al visitante peninsular, habituado a este tipo de construcciones.
Sin embargo, como suele ocurrir en América Latina, la mirada del europeo tiene que saltar algún obstáculo más que el de los siete mil kilómetros que separan ambos lados del charco si es que quiere penetrar más en su compleja realidad. Uno, que está acostumbrado al lento fraguar de la historia, se sorprende de los procesos que acontecen aquí: es como si el fragor con el que explota la naturaleza a lo largo del continente afectara también a los fenómenos sociales. Y así observo, a través de las fotografías y objetos del museo, cómo de la noche a la mañana una modesta ciudad de apenas unas decenas de miles de habitantes creció y creció hasta convertirse en una megaurbe de ramaje infinito. Una megaurbe que apenas fue capaz de absorber tanta población y que todavía hoy lo paga con diversos problemas sociales: analfabetismo, pobreza y una enorme fragmentación social.
En cualquier caso nada parece hacer excepcional a Bogotá; uno de los empleados del museo me recuerda que América Latina es el continente más urbano del planeta. Desde la II Guerra Mundial millones de campesinos abandonaron el campo cuando los designios del norte trazaron un modelo de libre mercado para la agricultura de Latinoamérica, y la presión sobre la tierra y sus recursos los embarcó en un éxodo masivo a unas ciudades que no fueron capaces de absorberlos.
Todo esto lo compruebo mientras regreso en autobús a mi alojamiento. Desde el trancón –aquí los atascos– paso la vista de los barrios interminables al móvil. Y veo en las noticias que la Comunidad de Madrid ya tiene gobierno y que su presidenta ha prometido bajar los impuestos para atraer inversiones y capitales basándose en el modelo de las grandes metrópolis europeas. En las calles anochece. Suenan los cláxones. Bajo la vista y sigo leyendo las noticias del otro lado de ese abismo de más de siete mil kilómetros. Fuera comienza a llover.