El rechazo de los ayuntamientos leoneses a los planes territoriales que se les imponen desde instancias foráneas a la provincia no son cuestión exclusiva del presente, ni siquiera de la Transición, es algo que se ha expresado desde tiempos mucho más antiguos a los actuales. Hoy, en el Retrovisor, vamos a acercarnos a lo que ocurrió en uno de los momentos políticos en los que las aspiraciones territoriales de las diferentes regiones españolas fueron más importantes: el Sexenio Revolucionario.
Este período se abrió con la expulsión de España de Isabel II. La Revolución Gloriosa llegó a León con uno de los diputados leoneses más rebeldes. Álvarez Acebedo bajó de las montañas leonesas para formar en la capital de la provincia una junta que se hizo con el poder en aquellos días frenéticos del otoño de 1868. Con la revolución se imponía una nueva forma de entender la política: el federalismo. Aunque el nuevo período se abría con la búsqueda de un rey con el que imponer en España una monarquía constitucional, los republicanos federales comenzaron a mover ficha a la espera de que el nuevo orden les diera oportunidad de acceder al poder.
El partido se comenzó a organizar según su propia forma de entender la política. Los poderes locales debían federarse a través de pactos iniciados desde la base para llegar al gran pacto final que supondría el Estado: una forma totalmente radical y novedosa de entender la democracia. Los republicanos comenzaron a hacer pactos por toda España aliándose según sus afinidades regionales e intereses. Los leoneses, en mayo de 1869, plantearon un pacto entre las provincias del Noroeste que no prosperó, pues, a los dos meses, aparecen en el Pacto Federal Castellano celebrado en Valladolid. ¿Qué había pasado? No tenemos datos suficientes, pero la aparición en la capital castellana de destacados líderes estatales del partido nos hacen creer en una tutela desde Madrid que contradecía los principios del movimiento.
El federalismo recibe otro impulso cuatro años después. En el verano de 1873 los federales llegan al poder y consiguen sacar adelante su ansiada Constitución. En ella aparece el Estado de Castilla la Vieja incluyendo a León. Sin embargo, las reacciones no se hicieron esperar: desde el mismo proyecto los leoneses se retiraron a sus cuarteles de invierno reservándose “tratar la cuestión de la extensión de los estados federales para cuando este asunto se trate en la cámara”. Ante la noticia, León se puso en pie de guerra: una oleada de reclamaciones recorrían la provincia como un incendio. Los ayuntamientos remitían a la Diputación provincial quejas a la incorporación. En los primeros días de agosto, La Bañeza, Riaño, Valencia de Don Juan o la capital de la provincia instaban a la protesta ante las Cortes.
Al final, la Diputación, haciéndose eco de las protestas, dirige el famoso comunicado a la cámara legislativa “haciéndose eco de las excitaciones que recibe de los ayuntamientos para que en nombre de los mismos acudiera a las Cortes Constituyentes para que se contara la provincia de León como uno de los Estados de la Península y la repugnancia que demuestran sus habitantes a perder la autonomía y a ser agregados a Castilla la Bieja”.
La reacción autoritaria posterior, tras el golpe del general Pavía, dio al traste con las aspiraciones democráticas de los federales y el proyecto fracasó, pero la voluntad autonomista leonesa quedó ya de manifiesto desde tiempos tan lejanos como aquellos de 1873.