Desde Mesopotamia, y pasando por toda la tradición judeo-cristiana e islámica, hay una forma de contar la creación del mundo a través de la palabra. La cosa es así. Un dios creador piensa en un árbol, pronuncia la palabra árbol y hete aquí: el árbol ya existe. Y así con los ríos, los montes, los burros y el resto de la existencia. Surge la palabra y con ella el concepto. Pues bien, algo así sucede con el leonés. Nosotros, que arrastramos más a menudo de lo que pensamos formas milenarias de entender el mundo, aplicamos este razonamiento: el leonés existe desde que a alguien se le ocurrió hablar de él por primera vez. Quién sabe, quizás desde que lo vimos por primera vez en una red social o quizás desde que leímos eso de que quieren ponerlo en los letreros de las calles de la ciudad de León. O, si sabemos algo más, desde que Menéndez Pidal lo describiera hace más de cien años. Como si en el concepto mismo radicara su misma existencia y más allá nunca oyéramos hablar en leonés.
Lo que ocurre es que normalmente la realidad es mucho más terca de lo que nos gustaría y, aunque no los pudiéramos ver, los microbios estaban ahí antes de que ?Anton van Leeuwenhoek construyera el primer microscopio. También los hablantes de leonés. No vemos el leonés, no. Pero vemos las historias de personas condicionadas por el cruel criterio del diccionario, el complejo de hablar mal o la condena a la burla por aquellos que se encontraban más próximos al habla culta. Incluso la condena a no existir. En una ocasión, miembros de la asociación zamorana Furmientu entrevistaron a una mujer en Sanabria que manifestó que ella aprendió a hablar (en castellano) gracias a que su marido le enseñó. Como si su lenguaje anterior no fuera tal, como si antes no se comunicara con el vocabulario de las personas sino de las bestias.
En realidad, el primero en acercar el microscopio al leonés fue el filólogo Bernardo de Alderete. Este canónigo de la Catedral de Córdoba se encontraba camino a Santiago de Compostela cuando, a su paso por el Bierzo a comienzos del siglo XVII, dejó anotada esta referencia: «los más políticos hablan bien el castellano, pero los no tanto i mugeres (sic) en leonés, que tira al gallego». Alderete, reconocido como uno de los primeros filólogos en mostrar una postura crítica de su disciplina, no solo habla por primera vez del leonés, sino que ya hace una lectura sociológica. No solo los hablantes de leonés no tenían conciencia de su propia lengua, sino que ellos mismos eran los últimos de la sociedad; los invisibles.