Ayer, a esa hora de la tarde en la que las luces del día comienzan a confundirse con la oscuridad de la noche, nos juntábamos en la Casa de Cultura de Carrizo para hablar sobre el antruejo, el carnaval tradicional que cada vez cuenta con más adeptos en todas partes. Fue una reunión sencilla, de esas que en León hemos dado en llamar filandones reactualizando un término antiguo para referirnos a estos encuentros entrañables en los que ahora rememoramos la vida del pasado, esa vida en la que la ruralidad empañaba las costumbres de la gente.
Los asistentes se sentaban en círculo. Y es que así suele ser la liturgia de los filandones. Pues, aunque ya casi nadie recuerda aquellas reuniones para hilar, para hacer labores manuales a la caída de la noche en torno al fuego, la protagonista sigue siendo la palabra, el hablar los unos con los otros sin tarimas ni pedestales, sosteniéndose la mirada.
Mientras contemplaba aquellas caras y escuchaba aquellos relatos, pensaba que muy pocos de los asistentes conocieron aquellos tiempos antiguos de los que se estaba hablando. Pero, sin embargo, ese recuerdo compartido, más lejano que la propia memoria, refulgía en el centro como una llama iluminando los rostros mientras la noche se iba adueñando fuera de la calle y del pueblo entero.
Quizás a muchos les pueda parecer que este ejercicio melancólico no sea más que una espiral sin salida, un ejercicio inútil. Sin embargo, estos filandones son cada vez más populares en los pueblos de León. Se han convertido en una actividad más de muchas de nuestras fiestas. ¿Qué es lo que los anima y los hace perdurar?
El sociólogo brasileño Michael Löwy pensaba que la melancolía, que ese pensamiento romántico que nos invade en situaciones como las del filandón de Carrizo, tenía un importante potencial de cambio social. En su obra ‘Rebelión y Melancolía. El romanticismo a contracorriente de la modernidad’ reflexionaba sobre cómo el romanticismo era una reacción que todos llevamos dentro a la cosificación materialista de la modernidad y el capitalismo más salvaje. Con la idealización de otras formas de existencia estamos haciendo una autocrítica: manifestamos que algo valioso se ha perdido.
Estoy seguro de que nadie de los sentados en el filandón de ayer quería volver a otros tiempos mucho más duros, más difíciles que los que vinieron después. Su filandón tampoco es el filandón de otros tiempos. Pero con su acción están manifestando un descontento con un mundo que muchas veces parece no atender a lo más humano, un mundo que se desmorona ante nuestros ojos, reivindicando otras formas de relacionarse, otras formas de vivir. Con filandones como el de Carrizo, estamos encendiendo una pequeño fuego que nos alumbre y nos caliente para no olvidar que mañana, probablemente, debería amanecer.