Quizás una de las mejores escuelas para aprender de fronteras sea la Raya portuguesa. La primera lección, sin duda, es una lección de humildad. Hay un tipo de nacionalismo, ese que enarbola mapas y gestas, que se encontraría muy frustrado al saber que, al contrario de lo que repiten como un mantra, los estados de España y Portugal no tienen las fronteras más antiguas y estables de Europa. Todavía en el siglo XIX, a partir del llamado Tratado de Lindes, España y Portugal se repartieron territorios de esa raya nebulosa y desdibujada para trazar sobre los mapas una frontera que les afianzara en su razón de ser. El Couto Mixto, por ejemplo, ese apartado enclave gallego formado por las hoy aletargadas aldeas de Santiago, Rubiás y Meaus, pasó a Orense. Atrás dejaban los tiempos en los que los vecinos decidían, mientras levantaban su copa el día de su boda, a qué rey decidían entregar su lealtad. También, en aquel tratado de 1864, se decidió la suerte de los pueblos llamados promiscuos. Durante siglos, los habitantes de aquellos lugares burlaron la indefinición de una frontera que a menudo pasaba por delante –¡e incluso por dentro!– de sus propias casas. En alguna ocasión, recorriendo lugares como Cambedo o Soutelinho, algunos de sus vecinos nos contaban las peripecias de aquellos “portuñoles”, tan trasmontanos como gallegos, que en cierta forma no habían olvidado su condición de apátridas. Matrimonios mixtos, contrabandistas o guerrilleros antifranquistas transgredían sin parar aquellas líneas imaginarias que nuestros informantes dibujaban en el aire señalando los campos y montes, las calles y regueros que se extendían ante nuestros ojos.
La segunda lección a aprender quizás sea que el nacionalismo desplegado por ambos Estados en apenas ciento cincuenta años no dejó de tener sus efectos. El único de aquellos pueblos promiscuos que permaneció dividido hasta nuestros días fue la aldea sanabresa de Riohonor. O Rio de Onor, según si lo mentamos desde España o Portugal. Sus vecinos cruzan cada día la frontera, comparten vecindad y hasta su lengua tradicional, un dialecto del leonés que ha permanecido maltrecho hasta hoy. Sin embargo, a la vez, tienen muy clara la división según su nacionalidad. Riodonorenses todos, unos españoles y otros portugueses.
No cabe duda de que la labor de las instituciones a la hora de crear sentimientos de pertenencia es muy potente. Pero no solo. Las recientes encuestas que indican la contestación a Castilla y León desde la provincia de León —superiores al 50%— nos muestran que, a veces, los manuales también tienen sus puntos ciegos. La presencia de una sociedad leonesa identificada con sus propios símbolos, sin apoyo institucional ni mediático y mantenida solamente por sus propios miembros durante casi medio siglo es una cuestión para planteárselo.