La reivindicación de las Cortes de 1188 como el «origen de la democracia» es una idea comunmente aceptada en los últimos tiempos, pero no hay que olvidar que es una afirmación que no está exenta de polémica.
Es otro de los mitos recurrentes del leonesismo, del político y del sociológico. A través de una afirmación sencilla y meridiana: «El primer parlamento de la historia», estos días se ha vuelto a agitar el banderín de la indignación contra el enemigo que quiere borrar las esencias de lo leonés de la faz de la tierra. Sin embargo, y a pesar de su importancia para la evolución de las instituciones medievales, no se puede afirmar que las Cortes de 1188 sean ese parlamento que disputa al inglés la primogenitura en la génesis de la democracia. Tanto los medios de comunicación que, a raíz del lamentable atentado de Londres, han reivindicado ese papel para la institución británica como partidos e individuos leoneses que se lo han disputado para nuestras cortes insisten en planteamientos historiográficos de línea bastante gruesa.
El debate es viejo. En 1988, con ocasión del octavo centenario de las famosas cortes, ya avisaban historiadores del Derecho como Fernando de Arvizu o Carlos Estepa del peligro de simplificar los acontecimientos. La historiografía liberal decimonónica había hecho especial hincapié en la presencia del tercer estado en las cortes como forma de entroncar aquel momento con el parlamentarismo contemporáneo. Sin embargo, ambas instituciones son sustancialmente diferentes; nada hace suponer que en el siglo XII hubiese nada parecido a la idea actual de soberanía popular.
Las cortes no fueron más que una evolución romanceada del término latino curia, la camarilla permanente del rey o, en ocasiones de especial significación, la reunión extraordinaria de nobles y altos dignatarios eclesiásticos que debían al rey esa obligación feudal llamada «auxilium et concilium», es decir, auxilio y consejo a su señor, cuyo poder total no estaba cuestionado en absoluto. La aparición entre estos magnates de representantes de las ciudades nos habla más bien de la creciente influencia de algunos burgueses, pero no necesariamente de una creciente distribución del poder.
Algunas sombras
A eso hay que añadir, además, que la frase que ilumina en los Decreta de las cortes la presencia de ciudadanos deja algunas sombras en cuanto a la calidad de los mismos. ¿Quiénes son esos electis civibus ex singulis civitatibus? ¿Quiénes son esas gentes elegidas? ¿Elegidas por quién? ¿Son elegidas por el rey o representan el mandato de las ciudades en las cortes? Son preguntas para las que las respuestas son controvertidas. El profesor Estepa llega incluso a defender en algunos trabajos que no se puede hablar de representantes de las ciudades hasta las Cortes de Toledo de 1254, en época de Alfonso X, donde los ciudadanos aparecen como civitatum, castrorum et villarum procuratores, es decir, como procuradores con mandato encomendado por las villas. Esto sería el colofón a un proceso que comienza en los años veinte del siglo XIII en el que los concejos aparecen en los pleitos representados por «personeros», gentes con mandato de la comunidad a la que representan. La alusión a la aparición de ciudadanos en las cortes del reinado de Alfonso IX no aluden a esa condición de representatividad
Sea como fuera, no cabe duda de que la aparición de ciudadanos en una curia es un hecho de magnitud. Nos habla de la creciente influencia del patriciado urbano en toda Europa: el aumento del poder de estos elementos de las ciudades hizo que fueran vistos a ojos de los reyes como un contrapeso con el que afianzar su poder frente a la nobleza. Este hecho tuvo su origen en León por las especiales condiciones de debilidad del nuevo monarca Alfonso, que siendo apenas un chiquillo y con su autoridad cuestionada por los aliados de su madrastra que quería el trono para su hijo natural, Sancho, se vio obligado a buscar los apoyos más amplios posibles. Quiénes eran, sin embargo, aquellos elegidos no está tan claro. Y mucho menos que esto significara una cesión de soberanía. Su importancia radica más bien en ser una parte de un proceso de mucho más calado histórico. Reducir las Cortes de 1188 (o la Carta Magna inglesa) a un hecho providencial en el que aparece por arte de birlibirloque la democracia es, desde luego, simplificar demasiado las cosas.
Publicado originalmente en el Diario de León