Que una lengua es inseparable de la comunidad que la habla es un hecho insoslayable. Cuando a principios del siglo XX Gumersindo Azcárate buscaba caracterizar al pueblo leonés en las páginas del periódico La Democracia, hacía hincapié en “una cosa que pocos españoles saben, y es que en tierras de León ha habido un dialecto que aún en parte subsiste. Y sin embargo ha sido y está siendo objeto de trabajos interesantes dentro y fuera de España”.
El sabio republicano se alejaba con estas palabras de una corriente conservadora e historicista que reivindicaba el antiguo Reino de León como símbolo identitario de lo leonés y se acercaba a otra más cultural; una que recorría Europa y que reivindicaba la lengua como espejo fundamental en la que se miraban muchos de los nacientes pueblos que empezaban a reclamar su presencia en el viejo continente.
Y es que la lengua se había convertido a lo largo del siglo XIX en algo más que un vehículo de expresión. Muchos de los territorios periféricos de los grandes Estados europeos, alejados de los centros de poder y aquejados a menudo de problemas de desarrollo y fuerte emigración, encontraron en su cultura un fuerte recurso simbólico sobre el que crecieron posteriores sujetos políticos, nacientes pueblos que buscaron encontrar su espacio dentro o fuera de los Estados a los que pertenecían. Irlandeses, bretones o gallegos son ejemplos de desigual desarrollo histórico, pero que representan un mismo discurso, el de los perdedores en un desigual reparto territorial de los frutos de la industrialización y el capitalismo en el interior de Europa.
Como nos recuerda Johannes Kabatek, el mosaico lingüístico europeo se fue articulando en función de los movimientos sociales y políticos que tenía detrás. Mientras que una lengua como el gaélico, a pesar de estar en grave retroceso, alcanzaba el rango de oficialidad en una recién independizada Irlanda, otra tan extendida como el occitano agonizaba hasta morir en brazos de asociaciones culturales al no encontrar una articulación sociopolítica que la hiciera suya.
El asturleonés, por aquel entonces, solo encontró respaldo en el tímido regionalismo asturiano. Sin embargo, mientras estudiosos europeos y españoles ponían cada vez más interés en esta lengua, al sur de la Cordillera Cantábrica sobrevivía en los labios de una sociedad agrícola, totalmente desarticulada políticamente y, como se trasluce en las palabras de Azcárate, ni siquiera conocida por los propios españoles. Solo la vitalidad con la que contaba a principios del siglo XX consiguió permitirle llegar a duras penas al final de la centuria, un momento en que las circunstancias leonesas habían cambiado lo suficiente para que una reivindicación en torno a ella comenzara a aparecer.