Andaban en Valladolid a principios de mes discutiendo (otra vez) sobre la despoblación. El tema ya se vuelve recurrente y a veces parece un déjà vu o, simplemente, un bucle melancólico. Foros y congresos reúnen a gentes de la política y de la academia para discutir las soluciones al problema. Algo así como cuando trataban los bizantinos del sexo de los ángeles mientras a las puertas de Contastinopla rugían las tropas, sin duda más prácticas y realistas, de los otomanos. Lo peor de estos brindis al sol es que ya empiezan a sonar como suena el agua del río. Pasaron las elecciones y pasó el verdadero interés por el asunto, como era de esperar.
Hace apenas unos días, paseaba por el Folk Museum del Ulster, uno de esos museos que recrean la vida tradicional y que abundan por latitudes europeas más frías que las nuestras. No solo en la isla de Irlanda, también en otros jóvenes estados de las regiones eslavas del continente. Unos países que, a diferencia de los grandes imperios de los que se desgajaron, decidieron darse una historia nacional basada no tanto en el olor a pólvora y acero como en la intrahistoria de los nuevos pueblos que albergaban. Como digo, paseaba por esta recreación de un pueblo irlandés al aire libre en un soleado día de fiesta. Por todos lados, familias enteras se colaban en antiguas herrerías donde el agua hacía golpear sobre un yunque mazos gigantescos. Curioseaban dentro de edificios originales trasladados allí desde distintos rincones del Ulster. Estrechísimas casas campesinas donde pedazos de turba ardían en el hogar. Iglesias católicas y presbiterianas oportunamente enfrentadas a ambos lados de una calle. O madrigueras en las que malvivían los obreros católicos de principios del siglo XX. Un poblado vivo en medio de prados por los que pastaban ovejas Suffolk y otras razas autóctonas. Y personas ataviadas con trajes tradicionales mostraban a los visitantes oficios ya desaparecidos.
Una de esas construcciones albergaba una pequeña exposición sobre la historia del parque. En una de sus vitrinas se rendía homenaje a Emyr Estyn Evans, el antropólogo que estuvo al frente de un proyecto que a día de hoy es un importante recurso turístico de la zona y el homenaje a un pueblo, el irlandés, castigado por la historia y la emigración como pocos. También en el congreso de Valladolid había antropólogos. Y hablaron de la importancia de la cultura tradicional para mantener la dignidad y sostenibilidad del entramado rural. Cuando pienso en nuestra tierra y en estos asuntos siempre me viene a la cabeza el fondo leonés de las bibliotecas. No será por falta de trabajos académicos durmiendo a la sombra el sueño de los justos. Ni porque no quede un infinito patrimonio por los pueblos leoneses esperando a morir en la oscuridad del olvido. Será, seguramente, porque nadie pone a brillar de una vez todo eso a la misma luz que alumbra lugares como el Folk Museum del Ulster.