Acercarse al espejo a veces es un desafío, sobre todo cuando te estás haciendo viejo. Una arruga, unas canas que creemos ver allí donde no estaban ayer, la barriga que se adueña de un perfil cada vez más prominente. Nos acercamos a nuestra imagen en busca del grano al que apresamos con los dedos para hacerlo trizas, casi con odio, para librarnos de una presencia que enturbia esa imagen idealizada que tenemos de nosotros mismos.
Hace unos días hablaba con un compañero, profesor de filosofía, en un cambio de clase. Estamos a principios de curso y el temario aún anda muy en ciernes. Voy con ellos, me dijo señalando con el mentón al aula donde un montón de adolescentes iba ocupando pupitres con sus libros y cuadernos, a ver si empezamos con el mito de la caverna. El mito de la caverna, quién no lo recuerda. La realidad, eso que se nos presenta ante nuestros ojos, no es más que un reflejo amorfo, feo, de algo que en algún lugar guarda la esencia de lo verdadero, el perfil perfecto, la imagen completa. Algo que está, pero que no está. Algo que nunca veremos. Platón, cuando escribió esta parábola nos dejó con su nombre el adjetivo que mejor define a esa presencia invisible, pero que todos sentimos: lo platónico. De lo platónico, aunque todavía no lo comprenden del todo, saben mucho esos adolescentes que ahora reciben a su profesor de filosofía tras el cambio de clase. El amor perfecto, la justicia, los ideales hacen a esos jóvenes sufrir porque la realidad que los rodea nunca alcanza a completar tanta perfección como ellos sienten. Sólo la madurez y la experiencia les enseñará a cambiar un filtro en blanco y negro por otro de grises, cada vez más matizados. Grises, que no dejan de ser una mezcla de blancos y negros. Porque lo cierto es que en el fondo siempre guardaremos esa idea de que hay un ideal último que dicta la paleta con la que se pinta el mundo.
Estos días suenan bombas por todas partes y yo siento que ese mundo se hace viejo. Parece que se mira al espejo con desidia, sin una pizca de rebeldía contra su decrepitud. Ya no busca taparse la calva con ese mechón que aún resiste, ya no estira la arruga ni revienta la espinilla. Ya no mira al cielo buscando la luz que le permita encontrar mejor esos defectos que corregir, el lugar donde echar la crema, encontrar el punto negro. El mundo se hace viejo y se lamenta de su desgracia. Ya no busca ese modelo de sí mismo al que aspirar. Sólo la pena por sí mismo. Cuánto muerto y cuánta desdicha. Y ese dejarse ir, lento, hacia la muerte.