Cualquiera al que le hayan contado un cuento sabe que a menudo es más importante la forma de contarlo que el cuento mismo. Y si no, pensemos en las manos crispadas sobre la cara congestionada del cuentacuentos y en cómo esas manos hunden a los niños en la silla como si estuvieran a punto de ser devorados por el mismo lobo. Al relato de la emigración leonesa le ocurre algo parecido: buena parte de nuestras comarcas han sufrido una sangría humana comparable en números a la gallega o a la asturiana. Sin embargo, el relato, disuelto a menudo en una historiografía oficial apoyada en los marcos territoriales actuales, dejan a León en un apéndice de unas tierras meseteñas que por sus circustancias no compartieron las sangrantes cifras de sus vecinos del noroeste.
Los datos son elocuentes y dolorosos. Sabemos que a principios del siglo XX la población leonesa no llegaba a los cuatrocientos mil habitantes. También sabemos por los datos del Consejo Superior de Emigración que entre 1885 y 1920 más de cien mil leoneses abandonaron su tierra. Uno de cada cuatro, algo más de un veinticinco por ciento de la población, hizo el petate para buscar su futuro lejos de una tierra que les negaba tercamente el futuro. Primero fueron los monasterios y los nobles los que apretaron con el cobro de rentas dejando al campesino solo un tercio de la cosecha. Pero luego llegó la auténtica puntilla con el Estado liberal: usureros, que además ocupaban los cargos políticos, prestaban en condiciones bochornosas el capital necesario para que se modernizasen unas explotaciones que ya no podían hacer frente a la competencia que imponía el rodillo capitalista. Unos usureros que además fueron los mismos que a través de las desamortizaciones se apropiaron de muchos de los numerosísimos terrenos comunales que daban un apoyo económico en forma de leña, de pastos, de carbón… La única solución para unos campesinos, los del noroeste peninsular, que hacían frente a una crisis de productividad sin precedentes, fue claudicar ante el granero argentino o los ingenios azucareros cubanos.
A través de puertos como los de Vigo o La Coruña miles de leoneses partieron a América. Sabemos por el mentado Consejo Superior de Emigración que sus condiciones de vida en el Nuevo Mundo fueron lamentables. Viajaron hacinados, muchos fueron recluidos a su llegada en barracones ocupando el trabajo que hasta entonces hicieron los esclavos que comenzaban a desaparecer. Fueron víctimas del sangrante contexto económico de su momento. También pueden serlo de nuestro olvido. La ausencia de estudios concretos relega este fenómeno tan fundamental para la historia leonesa a un papel secundario que es imprescindible corregir.