El mes de agosto que, en otros lugares más septentrionales, es el mes del estío por excelencia, tiene en León un nostálgico sabor a fin de verano. En agosto, el frío al rostro; dice la gente por aquí. Y sus tardes, que van estrechándose por momentos, parecen pedirnos que nos abracemos a ellas aprovechando su regazo aún tibio y espacioso.
Subir al Cueto de San Bartolo no nos llevó a Rodrigo y a mí más de lo que dura el final de una de estas tardes de verano. Desde el mirador, todavía se oía a nuestros pies la algarabía de los últimos bañistas que quedaban en el pantano de Villameca. Y antes de que nos alcanzara la noche, ya estábamos de nuevo en el pueblo de Culebros, sentados en la terraza del bar. En lo alto, aún podían distinguirse en la penumbra de la noche los molinos, con sus aspas paradas, observándolo todo.
El cueto no es un monte alto, pero tiene una personalidad incontestable. Apenas hay un rincón de la Cepeda que se libre de la imagen de su perfil, amplio y granítico como la tripa de una ballena. Nadie podría dudar de por qué allí arriba instalaron los hospitalarios su monasterio. Ni uno solo de los pasos que cruzan por estos ásperos montes hacia el fin de la tierra se libraban del control de aquellos frailes guerreros. Del monasterio apenas quedan unos montones de piedras a los que Rodrigo y yo nos encaramamos al atardecer para asomarnos a las vistas de los cordales y valles de la Cepeda, de Omaña, de Maragatería, del Bierzo…
Cuando al caer de la noche salieron los vecinos de Culebros a las puertas de sus casas, escuchamos leyendas de tesoros y pueblos desaparecidos. No lejos de los caminos que dejamos atrás al bajar del cueto, quedaban lugares que estuvieron habitados en tiempos tan lejanos como lejanos son los límites de la memoria. La terraza del bar comenzaba a vaciarse, la gente se dispersaba y nosotros nos retiramos serpenteando por la carretera que bordea el pantano de Villameca. Por el retrovisor veíamos, a la luz de la luna, alejarse la presencia imponente del cueto, sus leyendas y cuentos de moros y monjes antiguos, sus molinos mirándonos desde lo alto. Rodrigo, que es músico, susurraba una melodía. Tampoco hacía falta hablar mucho para darnos cuenta de que ya habíamos encontrado, con la forma de una nostálgica tarde de agosto, uno de esos tesoros del cueto.