Me dice un amigo que viajar está sobrevalorado. Y en cierto modo es verdad, el ser humano ha conseguido tal control sobre el espacio que es posible ir de la Virgen del Camino a Wellington, capital de Nueva Zelanda, en cuestión de unas pocas horas. Hoy andamos por una calle de Berlín, entre los cláxones de los coches y los semáforos, y nos parece que estamos a cinco minutos de casa. La abolición del espacio ha matado la capacidad íntima y transformadora del viaje para dejarlo en la cáscara vacía de una imagen de Instagram. Sin embargo, no sucede lo mismo con ese disparo al horizonte que es el tiempo. Hoy estamos aquí y mañana estamos indefectiblemente en otro sitio. No hay vuelta atrás. El viaje a través de nuestra existencia, con permiso de Herbert George Wells y su fabulosa novela La Máquina del Tiempo, sigue siendo una trituradora contra la que no hay resistencia posible. El valor del viaje en el tiempo es que iguala y destruye. Y nos obliga a enfrentarnos a un abismo difícilmente representable en esos medios de comunicación tan volátiles y efímeros en los que nos movemos hoy en día.
Sin embargo, la representación del viaje en el tiempo, como todo aquello que no podemos controlar, sigue provocando en nosotros una tremenda fascinación. Pienso en el calendario agrícola del Panteón Real de San Isidoro, quizás una de las obras allí representadas más conocidas. Nuestra mirada recorre el intradós del circular arco románico a través de personajes que van a la guerra, recogen frutos, trillan o hacen la matanza del cerdo en una sucesión que avanza rodando de forma inexorable. Llama la atención la primera de ellas: una representación de Jano bifronte. Ese dios romano de las puertas que tiene dos caras, una mirando al mundo que se cierra y otra al que se abre. Está situado en esa parte del año en la que nos encontramos ahora, la del solsticio, la del cambio de año. Y también esa imagen es la que tiene un valor más universal. Quizás muchos de los que se pasean estos días bajo las pinturas románicas de San Isidoro se sientan poco identificados por esas imágenes que representan actividades agrícolas de las que ya se encuentran culturalmente muy alejados. Pero de lo que no cabe duda es que en cuanto abandonen la Basílica y vuelvan a salir a las calles iluminadas y bulliciosas del centro tendrán que enfrentarse a ese desazón que provocan estas fechas: ese tajo abierto entre la melancolía por lo que desaparece y la ilusión por lo que vendrá. Ese viaje eterno entre lo que dejamos atrás y lo que nos espera.