Diario de León,  La Llariega

De León a Chiloé

Las ‘mingas’, como las facenderas, consistían en el trabajo colectivo de toda la comunidad para llevar a cabo faenas para el grupo o en interés de un vecino. Acudían todos al llamado y la propia comunidad se encargaba de controlar la participación y sancionar las ausencias

Al otro lado del mundo se encuentra una tierra que esconde curiosas similitudes con León. Si profundizamos un poco en su historia y en su cultura popular, las dudas sobre que esto sea una casualidad comienzan a aparecer.

Quizás debiera comenzar disculpándome ante los lectores de esta sección por apartarme de los contenidos habituales de la misma. O quizás no. Porque el asunto que voy a exponer, aunque parezca alejado, guarda de alguna forma relación con algunos de los aspectos más medulares de la cultura leonesa. Hablo de un lugar al que me ha traído el destino y que se encuentra a más de once mil kilómetros del noroeste peninsular, en otro fin del mundo, el que asoma, no al Atlántico, sino a las procelosas costas del Pacífico. Hablo de la isla chilena de Chiloé.

A la entrada de Castro, la capital de esta isla desde la que el mapa de Chile estalla hacia el sur en un sinfín de islas y canales, están los restos de un cruceiro con el que Galicia algún día celebró el hermanamiento con este lugar. Y es que a ambas tierras las unen suaves colinas y melodías brumosas. No en vano, allá por 1567, Chiloé fue bautizada como Nueva Galicia por el conquistador Martín Ruiz de Gamboa. El clima y el paisaje recuerdan a nuestra región vecina; las costumbres y las gentes, sin embargo, evocan el imaginario colectivo de todo el noroeste ibérico. ¿Hasta qué punto fueron los emigrantes procedentes de nuestras tierras los responsables de la rica mitología chilota? No hay que olvidar que Chiloé mantuvo una fuerte relación con la metrópoli, siendo uno de los últimos lugares en sumarse a la independencia chilena. Por ejemplo, en este país de pescadores que se descuelgan por las costas en coloridos palafitos, se produjeron algunos de los más oscuros procesos de brujería del continente americano. Sucesos que todavía hacen dudar a los especialistas. Quizás estuvieran trufados de elementos indígenas, pero de lo que no cabe duda es que estaban estrechamente relacionados con otros sucedidos en la lejana Europa. Y así podríamos seguir con otros mitos y leyendas. En fin, un completo imaginario mágico que puede rastrearse a través de ese fino pero resistente hilo que une ambos lados del Atlántico.

Pero quizás lo que más sorprenda a los leoneses sea la potente cultura comunal que se conserva en este lugar. Al calor de alguno de los hogares que calientan este invierno austral, he podido constatar mucho de lo que ya venía avisado. En esa suerte de filandones no solo me hablaron de los Changuays, unos trineos que usaban para arrastrar hierba por los prados como hasta hace un tiempo se hacía en la Montaña Oriental, ni de las tonadas nocturnas de acordeón; me hablaron de una institución de gran interés: la llamada minga. Las mingas, como las facenderas, consistían en el trabajo colectivo de toda la comunidad para llevar a cabo faenas para el grupo o en interés de un vecino. Acudían todos al llamado y la propia comunidad se encargaba de controlar la participación y sancionar las ausencias. Para construir casas y barcos, para arreglar caminos, incluso para la ‘sacadera de las papas’. Las más conocidas, por su espectacularidad, son las que consisten en trasladar una de las pintorescas casas de madera que tan comunes son en el sur de Chile; levantada la estructura de sus frágiles apoyos, es arrastrada por bueyes en medio de un gran ambiente de trabajo y diversión. Como hace años en la construcción de una nueva casa en León, es el interesado en tan peculiar mudanza el que se encarga que no falten los víveres y la popular chicha de manzana.

Casualidad o herencia

Mis interlocutores me hacen un retrato del que no puedo evitar reconocer emocionantes paralelismos. ¿Casualidad? ¿Herencia? Quién sabe. La bibliografía que he consultado evita pronunciarse con un evasivo ‘desde el principio de los tiempos’. Sin embargo, son muchas las sugerencias, grandes los indicios.

Ahí queda eso de momento. Los caminos en Chiloé terminan, como en nuestro noroeste ibérico, estrellándose contra el océano. En el Muelle de las Almas, el caminante queda suspendido en el espacio y en el tiempo. Se pregunta si todos los fines de la tierra son el mismo o, si por el contrario, son los mismos caminantes los que los transitan llevando de aquí para allá sus afanes, sus miserias y sus trabajos, golpeándose contra las rocas del destino, como lo hacen, ahí a su frente, esas olas impetuosas del Océano Pacífico.

Publicado originalmente en el Diario de León