Diario de León,  El Retrovisor

Filandones

«Pero no por eso creas que el frío convierte a esos montañeses en hurones; antes bien, durante él se reúnen todas las noches en la casa más espaciosa del lugar, las mujeres a hilar (de lo cual viene a estas tertulias el nombre del filandón) y los hombres que vienen más tarde a divertir con un poco de baile la última hora de la reunión. Excusado será el decirte que en estos filandones nunca faltan historias y cuentos maravillosos narrados por las viejas al amor de la lumbre, pero lo que no se te ocurrirá de seguro es que he oído a un alcalde muy respetable todas las proezas de los doce pares y su emperador Carlomagno». Con estas palabras describía, allá por 1839, la costumbre del filandón Enrique Gil y Carrasco. El escritor villafranquino cruzaba la cordillera desde su pueblo camino a Gijón y nos dejaba esta descripción a su paso por las feraces montañas babianas.

No es extraño que el filandón llame la atención de literatos. En pocos espacios como en las tradicionales comunidades de aldea leonesas la palabra se ha mostrado tan trascendental. En esos pequeños grupos humanos, donde las divisiones sociales eran escasas y unos dependían firmemente de los otros para la supervivencia cotidiana, las instituciones que vinculaban al común eran indispensables. Los concejos, las facenderas, las veceras son algunos ejemplos. Y, por supuesto, el filandón.

El agustino César Morán nos lo dejó escrito muy elocuentemente: «El hilandero, filandero o filandón era en las aldeas del contorno el centro de estudios filosóficos, jurídicos, económicos, teológicos y medicinales: era la cátedra en que se estudiaban con más o menos aprovechamiento todas las disciplinas postescolares, todolo que necesitaban saber los hombres y las mujeres para desenvolverse en el tiempo y aun en la eternidad».

Sin embargo, en el pasado, muchas de estas actividades se deslizaban a menudo fuera de lo moralmente aceptado. De la vitalidad de los filandones nos dice mucho su resistencia a la censura que con frecuencia la Iglesia trató de efectuar contra aquellas reuniones realizadas al subterfugio de las noches de invierno. Baste mencionar, por ejemplo, un auto del obispo de Astorga tras la visita al pueblo cepedano de Tabladas en 1729: «Manda S. Ilustríssima al Cura evite el pernicioso abuso de los filandones en lo que concurren mozos y mozas de este lugar y demás barrios de su Feligresía, pena de Excomunión Mayor. Y en adelante no se presenten en la casa o casas que acostumbran hacer semejantes diversiones. Y el dueño o habitador de las referidas casas que los permitiese, el Cura los evite de los Divinos Oficios y los saque de multa, por la primera vez, seis reales, y doce por la segunda. Y si se llegase a la ercera su contumacia le remita preso a la cárcel de la «Corona» de Astorga (…)».

Publicado originalmente en el Diario de León