«He visto casi todas las cosas bellas del mundo y sé lo emocionante que es Angkor Vat a medianoche, con hileras de bailarines camboyanos, o la Acrópolis al oscurecer, o Boro-Budur en medio de una tormenta, pero hasta ahora, por lo que se refiere al puro placer visual, no he visto nada que supere a la Catedral de León a las tres de la madrugada, iluminada desde dentro.» De esta forma se expresaba el escritor norteamericano James A. Michener su paso por León en 1966. Este veterano de la II Guerra Mundial, había comenzado su carrera literaria tarde, a los cuarenta años, inspirado por sus experiencias en aquel conflicto. Sus «Cuentos del Pacífico Sur» pronto se convirtieron en un éxito de ventas. Fue a partir de entonces cuando Michener se convirtió en un prolífico escritor y viajero consumado. Alguna de sus obras serían jugosísimas guías de viajes. Tal es el caso de «Iberia», un periplo por nuestra península, donde encontramos el fragmento de esa inolvidable experiencia del escritor frente a a nuestra catedral.
Fue una noche de verano. Michener había hecho un alto en el Camino de Santiago para conocer algunos de los monumentos de la capital leonesa. Todavía impresionado por la visita al Panteón Real de San Isidoro, se sienta a cenar con sus anfitriones, uno de ellos el que fuera tantos años abad de la Colegiata, el padre Antonio Viñayo. La sobremesa se prolongó y, en susurros, continuaron la conversación por las calles desiertas. En aquella oscuridad, llegaron a la Plaza de Regla y la catedral no le pareció gran cosa al norteamericano. Apenas una gran sombra que parecía anunciar lo que podía ser, como mucho, un ejemplar destacado del arte gótico. Sin embargo, Viñayo le tenía preparada una sorpresa. Hizo encender las luces del interior del templo y allí, en competencia con la sola luz de las estrellas, se abrieron paso las vidrieras a la noche. Aquella mole gris desapareció y se obró el milagro.
«Dimos la vuelta tres veces al enorme edificio, por lo menos en la medida en que las calles nos lo permitían, y finalmente convinimos en que desde el ábside, con sus increíbles ventanas, hilera sobre hilera de ventanas, brillantes como soles, y su bosque de baluartes volantes, lo que explicaba que el espacio curvo, con tan poca piedra, pudiese sostenerse, era donde la catedral presentaba mejor aspecto. Es una vista inverosímil, y si estuviera en Madrid y alguien propusiera: Vamos en coche a León a ver la catedral iluminada desde dentro, yo no vacilaría en hacer aquel viaje».