La literatura de viajes es una herramienta extraordinaria para conocer un lugar. Y no solo por los datos que ofrece, sino por esa criba que hace cada autor para seleccionar lo que nos cuenta. Todos tenemos la experiencia: acudimos a los lugares para confirmar nuestros conocimientos, comprobar los tópicos, reafirmar nuestras creencias. El viaje a menudo dice más del visitante que del objeto visitado. Por eso, los viajeros, cuando nos describen los lugares por los que pasan, actúan como aquellos espejos deformados del Callejón del Gato en Luces de Bohemia, el famoso pasaje de la obra de Valle-Inclán donde los protagonistas se regocijaban contemplando sus reflejos deformados en los escaparates del callejón madrileño. Como en un juego de espejos, en la literatura de viajes aparecen las imágenes distorsionadas en un juego de ida y vuelta: el viajero ve, el viajero transforma y el viajero cuenta. Pero, muy a menudo, el observado recibe de vuelta su imagen distorsionada y, además, la asume como propia.
En la conformación de la idea de España tiene mucho que ver la literatura de viajes. Sobre todo a partir del movimiento romántico, a principios del siglo XIX, numerosos viajeros acudieron más allá de los Pirineos buscando la emoción de una cultura que asumían alienígena y brutal. Sus relatos realzan lo exótico y lo peligroso en un alarde aventurero propio de aquellos espíritus espoleados por el genio romántico. Por eso su visita se hacía a aquellos lugares donde se encontraba lo «más puro» de aquellas imágenes que llevaban en su equipaje: sobre todo Andalucía y el paso obligado para llegar hasta ella desde el norte: Castilla. El noroeste quedaba a desmano. Los pocos viajeros que cruzaban estas tierras lo hacía peregrinando a Compostela y sus miradas apenas se posaban suavemente en el paisaje o los monumentos. Al leerlos se siente la urgencia por llegar a otros destinos, su paso apresurado.
Quizás por su origen berciano, uno de los escritores que mejor describió las tierras leonesas fue Gil y Carrasco. Él mismo, en uno de sus pasajes, se lamenta de lo poco visitados que son algunos lugares por los que pasa:
«Aquí me tienes, mi querido A., perdido en un delicioso país, y digo perdido, porque quizá seré el único de mis amigos que haya pisado este suelo de muchos años a esta parte, sin embargo, tan lejos estoy de arrepentirme de mi resolución, que si otra vez vuelve a acometerme la fiebre de los viajes, casi estoy por jurar que marcharé en esta parte por mis antiguas huellas.»
Vemos que en el juego de los espejos León cuenta con una significativa falta de cristales en los que mirarse. Su espacio a menudo se encuentra en tierra de nadie, como un invitado puesto de perfil en el Callejón del Gato, un invitado a una fiesta de gozos muy superfluos pues apenas atisba su presencia de reojo.