Escribo estas líneas en un avión, a miles de metros de altura. A mi alrededor, el resto de pasajeros duerme o viaja a través de las pantallas de dispositivos electrónicos. De vez en cuando, un susurro se impone al monótono sonido de los motores y apenas acierto a distinguir alguna lengua.
No creo que haya nada más cercano a la bíblica Torre de Babel que este mundo de aviones y aeropuertos. En pocos metros, corren por las terminales diferentes tipos humanos. Se descalzan en los controles la oriental y el hindú con turbante. Frente a las pantallas, esperan la información de los vuelos gentes de todos los hemisferios, compartiendo sencillos códigos de comportamiento. Y en las tiendas, personas de todas partes pueden comprar productos locales, como si fuera posible que al otro lado hubiera un mundo mucho más doméstico y cercano.
Siempre que viajo en avión recuerdo a un pastor de Quintanilla del Monte del que ahora no podría repetir su nombre. En una ventosa chana, entre Quintanilla y Riofrío, nos contaba una tarde fría historias de aquellos pueblos, historias que había escuchado a otros y que él ahora nos repetía.
La fundación, por ejemplo, del pueblo por unos gigantes, la participación del diablo en sucesos inexplicables, las virtudes medicinales de la piedra del rayo que guardaba en su zurrón o métodos infalibles para conjurar a las tormentas. Era asombrosa la cantidad de recursos culturales, anclados en la tradición, que desplegaba con total naturalidad para explicar el mundo que tenía a su alrededor.
De pronto, mientras nos contaba todo aquello, interrumpió su discurso para mirar al cielo. Un avión comercial cruzaba plácidamente sobre nosotros desplegando su larga estela de vapor. Qué maravilla, dijo, cómo será posible que esos aparatos se mantengan así, suspendidos en el aire. Costó que saliera de sus reflexiones y su asombro para retomar la conversación de esos asuntos mucho más cercanos a la tierra que estábamos pisando.
Quizás, a muchos de nosotros, hoy nos parezcan fantasiosos los argumentos de aquel pastor. Incluso ridículos. Pensamos que hay una explicación racional para cada asunto que nos rodea. Y puede que sí, que haya muchas, aunque quizás no todas sean las que nos gustaría.
Siempre que viajo en un avión, me acuerdo de aquel pastor. Y miro por la ventanilla y pienso en cuántos nos mirarán desde abajo con el interés y las herramientas para explicarse el mundo de aquel hombre, y sobre todo su capacidad de asombro frente a aquello para lo que no tenía una explicación. O si, por el contrario, harán como la mayoría de las personas que me rodean, bostezar y mirar sus móviles. Al fin y al cabo, si hoy todo tiene una explicación, poco sentido tiene preguntarse por nada, ni siquiera cómo es posible volar en este inmenso aparato, a miles de metros de altura.