De todas las presencias que hay en la casa, solo la del gato es la que aparece ante mis ojos. No huye, camina sin miedo. Es como si estuviera acostumbrado a la compañía en este lugar que parece desierto. Pasa junto a unos muebles cubiertos con sábanas, cruza el portalón y termina por subirse a una encimera cubierta de polvo. En otros tiempos aquí estaría el carro, y a un lado, a través de un portón, una figura se encorvó alguna vez en la penumbra para ordeñar una vaca. Al otro lado, en la cocina, se hirvió muchas veces la leche recién ordeñada. En la encimera del fondo hay un reloj sin agujas y el gato, inmóvil, mira hacia la puerta grande, esa por la que un carro salía cada mañana rodeado de golondrinas, camino del campo.
La casa que fue de mis bisabuelos se ha puesto en venta y esta puede que sea una de las últimas veces que camino por ella. Si no fuera por un pequeño remolque que está guardado en el portalón, parecería que no ha pasado el tiempo. Tras el mueble sobre el que está el gato, a través de una cristalera, se puede ver un patio de piedra y maleza, y también el corredor que lo rodea. La madera antigua, la grieta, todo se adivina inestable sosteniendo un peso infinito de vidas y de tiempo.
Recuerdo unos versos de Anna Ajmátova: Cuando muere un hombre,/ cambian sus retratos./ Sus ojos miran de otro modo y los labios/ muestran otra sonrisa.
La casa de Ajmátova fue la Unión Soviética de la primera mitad del siglo XX. Su obra fue censurada y perseguida, y ella parece mirarnos desde sus retratos con una mirada alejada y triste. Decía que a su alrededor solo los muertos estaban en paz, mientras que la vida de los vivos transcurría de un campo de concentración a otro.
Pienso que una casa abandonada es también como el retrato de un hombre muerto. Y en general, de todos los hombres y mujeres que habitaron en ella. Mi madre me cuenta historias de la casa de sus abuelos. Era otra casa y era la misma. De alguna forma los ecos de esas historias se adivinan junto al brocal del pozo, se disuelve cada vez más muda una voz junto a la bóveda caída del horno y se repiten más lejanos los ecos con el crujir de las tablas rotas que cubren el piso.
La casa de Ajmátova era un gigantesco gulag, la nuestra es un erial que respira, a su manera, sus dosis de olvido y de silencio. La Historia, con mayúscula, quizás sea un relato lo suficientemente grave como para que esta casa siga viva en alguna de sus páginas. Desde los portalones, ya en la calle, pienso en cuánto tiempo quedará para que una máquina retroexcavadora golpee las paredes, hunda los tabiques y reduzca todo a una sombra de ruinas y despojo.
Junto a la puerta, el gato sigue allí para despedirme y la fachada parece repetirme los versos de Ajmátova haciendo honor a lo que todavía queda en pie:
Sus ojos miran de otro modo y los labios muestran otra sonrisa.